El Miguel, al que cariñosamente llamamos El Nené, es ahora un Bachiller. El año pasado aún no lo era y, con los 17 años recién cumplidos, redactó el siguiente escrito, en el que intenta con éxito emular La Metamorfosis de Franz Kafka.
Aquí os lo presento, para disfrute de todos vosotros y honra suya:
Al despertar Miguel de un sueño intranquilo, se encontró convertido en un monstruoso chimpancé. Oyendo los avisos de su madre como cada mañana, saltó de la cama. Algo iba mal: la distancia entre el suelo y su cama había aumentado. Aún medio dormido, se quedó un rato quieto, se observó: vio sus manos, sus pies, palpó su cara, su cuerpo. Tenía más pelo, mucho más, sus manos y pies estaban arrugados y encogidos, y su mandíbula, hasta entonces perfecta, se salía hacia fuera, Miguel temió lo peor.
- Más cambios hormonales -pensó.
Intentó dar un paso, y casi dio con su nueva y deformada dentadura en el suelo. Encorvado y ayudándose con sus manos, se dirigió a la cocina, donde se encontraba su madre. En el momento en el que iba a decirle que le ocurría algo raro, salió de su boca un aullido extraño.
- ¿Qué haces, Miguel? -preguntó su madre, mientras giraba la cabeza.
Se le cayó la taza de café que tenía en sus manos y, horrorizada, retrocedió despacio.
Miguel se giró y vio su reflejo en el espejo que había delante de la cocina, y vio su nueva y monstruosa forma. Su madre empezó a gritar.
- ¡Miguel, Antonio, hay un mono en casa!
Antonio apareció en el comedor armado con una silla.
-¡Miguel, no salgas de la habitación! -gritó Antonio.
El mono en que Miguel se había convertido, asustado, pasó por el lado de Antonio de un salto. En cuanto llegó a su habitación, cerró la puerta. Sus padres decidieron no abrir, algo intuían. No se había oído la voz de Miguel en toda la mañana. Su madre pensó lo impensable: ¿y si aquel chimpancé era Miguel?
No era una explicación lógica, pero era la única posible, dadas las circunstancias.
Las horas pasaron lentamente en un ambiente de gran tensión. Miguel oía deliberar a sus padres y dar vueltas sobre el tema. Después de unas horas, Miguel oyó cómo Antonio alzaba la voz.
-Sí, hola, hoy Miguel no puede ir al colegio, no se encuentra bien.
Miguel se quedó pensando en muchas cosas a la vez durante varias horas. Entonces le vino el hambre, era la hora de comer. Su madre entró en su habitación y lo cogió de la mano, como si fuera un niño pequeño.
-Vamos, Miguel, es hora de comer, debes de tener hambre. -Le dijo con una dulce sonrisa.
Cuando Miguel llegó a la mesa, vio un plato de macarrones. No se los comió a gusto. Volvió a su habitación y no salió de ella hasta la hora de la cena.
Su madre no había podido cocinar nada ese día, debido a los nervios, así que Miguel volvió a tragarse los macarrones. Esos macarrones le encantaban cuando tenía forma humana. Sin embargo, ahora le asqueaban y le causaban dolor de estómago. Supuso que ésa no era la dieta adecuada para un chimpancé.
El día siguiente, que por suerte fue sábado, fue parecido al anterior: no hubo altercados en casa y la hermana de Miguel no había venido a visitarlo, a pesar de que era seguro que sabía lo que había ocurrido.
Miguel pasó otro día entero divagando con ideas varias y variadas. Primero pensó sobre la causa de su metamorfosis. Se le ocurrieron miles de ideas: desde que era víctima del poder de Dios, hasta que era el conejillo de Indias de algún Gobierno. Incluso llegó a pensar sobre que era objeto de experimentos alienígenas, pero, finalmente, concluyó que se hallaba inmerso en una pesadilla.
Esta vez su madre le hizo albóndigas, demasiado fuertes para su estómago.
El domingo, Miguel pensó sobre su futuro inmediato, ¿Qué haría al día siguiente? No podía ir al colegio. ¿O tal vez si? Al fin y al cabo, todo era una pesadilla. Sin embargo, Miguel permanecía dubitativo. En el caso de que todo fuera real, ¿cuánto tardarían sus padres en llamar a las Autoridades competentes, fueran cuales fueran? Miguel se sentía furioso, pero decidió esperar un día más.
Llegó el lunes y, por desgracia para Miguel, seguía en su forma simiesca. Entró finalmente en cólera. Un pensamiento que parecía lógico le invadió la mente. En el caso de que siguiera soñando, no pasaba nada porque perdiera la razón por unos momentos. En caso contrario, era lo único que podía hacer: sus padres acabarían llamando a las autoridades, no podía fingir que seguía siendo humano, debía aceptar lo que era. Miguel nunca se ha definido como alguien positivo y se le había acabado la esperanza.
De modo que dejó salir sus instintos primitivos, se divirtió destrozando su habitación y huyendo por la ventana mientras oía los gritos de sus padres.
Decidió ir a su escuela. Por un lado, creía que alguien podría reconocerlo; por otro, podría hacer todo lo que había deseado con la gente que más odiaba.
En cuanto llegó la gente, tuvo varias reacciones. Se asustaron y huyeron, se sorprendieron e intentaron divertirse. Pero Miguel aún conservaba su orgullo y no tenía ganas de que se rieran de lo que hacía, de modo que se puso agresivo. Mordió, golpeó y gritó, tal vez movido por la rabia de saber de su horrible destino, o tal vez por la satisfacción que sentía al no tener ya la obligación de ser sometido a las normas humanas.
Ahora Miguel reside en el zoo. Él diría que es feliz: come, duerme, fornica, defeca y orina mientras los turistas lo fotografían y lo señalan. Pero aún así, siente rabia. Nadie más volverá a quererlo.